BELLA ANDRE
viernes, 2 de diciembre de 2016
CAPITULO 50 (TERCERA HISTORIA)
Jesús, su cabeza dolía.
Y estaba cansado. Malditamente cansado. Pedro quería quedarse dormido, sabía que desvanecerse en la oscuridad sería un bendito alivio del dolor disparándose través de él, de cabeza a los pies.
Pero algo lo detuvo de ir a la deriva. Una mano suave en la suya, dedos delgados pero fuertes agarrándolos. Paula.
No. Ella no podía estar allí, no tenía razón alguna para estar en su juego.
Pero la mano en la suya no estaba dejándolo ir. Y él conocía ese toque. Nunca, nunca podría olvidar las caricias dulcemente pecaminosas.
Tuvo que abrir los ojos y aunque se sentía como si estuviera tratando de romper cemento a través de sus párpados, trabajó como el infierno para conseguir romper el sello para poder ver a su Paula. Dulce Paula.
Su recompensa fue la chica más hermosa en el mundo sonriéndole. Ella no estaba llorando. Ella no parecía asustada.
Parecía valiente. Por él.
Ella fue lo suficientemente valiente para declarar sus sentimientos por él delante de todo el estadio y los millones de personas viendo el partido en la televisión.
Él había tomado su amor por sentado una vez. No quería nunca volver a hacerlo.
—Te amo, Pedro.
Las palabras que él no había oído decir desde el sábado por la mañana, palabras por las que había estado tan desesperado, fueron como una inyección de morfina, al instante quitando el dolor.
—Señora, necesitamos que se aleje.
Pero en lugar de dejarlo, ella se acercó más. Se inclinó hacia abajo, las puntas de su pelo rozándose contra su rostro, su dulce aliento en el lóbulo de su oreja.
—Y confío en ti.
Pedro había sido golpeado bastantes veces a lo largo de los años para saber cuándo tratas de levantarte por tu cuenta y cuándo dejar que los médicos lo lleven fuera del campo.
Pero él no había tenido a Paula a su lado cualquiera de esos
momentos.
Él no había tenido su confianza, su amor, para hacerle fuerte. Y ahora, había algo que tenía que hacer, una razón que necesitaba para levantarse que no tenía nada que ver con jugar al fútbol.
El dolor llegó a gritar de nuevo mientras rodaba de lado. Brazos, manos trataron de conseguir que se tumbara, pero cuando les gruñó que lo dejaran malditamente solo, retrocedieron.
Sólo Paula se mantuvo, con las manos dándole la fuerza que necesitaba para rodar sobre sus rodillas.
Estrellas parpadearon en su visión y náuseas revolvieron su estómago mientras se ponía a sí mismo en posición vertical, todavía de rodillas. Paula estaba allí con él, respirando con él. Aparte de su abuela, nunca había tenido a nadie en
quien apoyarse.
Hasta Paula.
Ella era la fuerte, la mujer que sería lo suficientemente fuerte como para dar a luz a sus hijos, la mujer que sería lo suficientemente fuerte para perdonarlo por actuar estúpidamente a veces, la mujer que era lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a todo un estadio de personas que probablemente pensaban que estaba loca por seguir amándolo.
Y aprendería de su fuerza todos los días. Se puso de pie frente a él, ambas manos sosteniéndolo firmemente, con amor, en las suyas, y él sabía que ella esperaría pacientemente por el tiempo que le llevó ponerse en pie.
Pero eso no era donde él estaba tratando de ir. En cambio, él se movió de nuevo por lo que una de sus rodillas estaba todavía en el suelo, pero su otro pie sostenía el resto de su peso.
Sus ojos se abrieron como platos al darse cuenta de lo que estaba a punto de hacer. Y entonces la mujer que había sido un rayo de luz para él desde el primer momento que la había conocido echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Sólo tú escenificarías algo como esto, Pedro —dijo ella cuando miró hacia él, a pesar de que ambos sabían que no había organizado nada hasta ahora.
Él sabía lo que ella estaba haciendo, sabía que le estaba devolviendo su fuerza, célula por célula, empezando por su corazón.
Él levantó la vista, vio por las pantallas de todo el estadio que estaban sosteniendo a él y a Paula, la multitud de médicos, formadores y entrenadores alejándose de ellos.
Ochenta mil personas contuvieron la respiración.
—Te amo, Paula. —Cada palabra le costó sudor mientras el dolor se formaba a través de sus costillas—. Te he amado desde el primer segundo en que te vi. Mi dulce niña con halo.
Una lágrima cayó por su mejilla, y luego otra en el lado opuesto.
—¿Me harías el hombre más feliz del mundo, cariño, y te casarías conmigo otra vez? Esta vez de verdad.
Sabía que nadie podía oírlos, aunque sospechaba que había un poco de lectura de labios pasando. Al igual que todos los demás, contuvo la respiración a la espera de su respuesta.
Él no se merecía un sí, pero maldita sea, él lo quería de todos modos. Y si, cuando, llegaba, él iba a agarrar el amor de Paula y nunca, nunca cometer el error de dejarlo ir de nuevo.
Sólo, sus labios no se movieron en un sí.
—No. —Ella negó con la cabeza—. No me casaré contigo de nuevo.
No sabía cómo se quedó de pie, cómo se las arregló para permanecer consciente. Pero entonces ella se dejó caer de rodillas delante de él.
—Nuestro matrimonio siempre fue real. Desde el principio, desde el primer beso, supe que te amaba. Y que iba a pasar el resto de mi vida contigo.
Ella lo besó y ochenta mil personas, finalmente se volvieron locas.
Pero nada tan salvaje como el chico malo que nunca en un millón de años pensó que una buena chica sería su perdición... y toda su salvación.
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