BELLA ANDRE
viernes, 18 de noviembre de 2016
CAPITULO 6 (TERCERA HISTORIA)
—Bienvenidos a la Capilla de Cupido. ¿Cómo puedo ayudarlos?
Paula se sorprendió un poco con la pregunta. Estaban en una capilla de las Vegas a las once de la noche. ¿Había acaso algo más que matrimonio en el menú?
—Queremos casarnos —contestó, las palabras deslizándose con brusquedad en su prisa por decirlas.
Pedro la miró medio sorprendido y medio divertido, y ella aspiró una bocanada de aire a la vez que contemplaba su bella cara. Oh, Dios, ¿realmente iba a hacer esto? ¿En serio se iba a casar con un hombre del que solo conocía su
nombre?
Lo miró, sus ojos rápidamente fueron a su boca. No, eso era mentira.
También sabía lo bien que besaba. Que el simple toque de sus labios, el mínimo toque de su lengua, la hacía desear cosas que ni siquiera sabía que podía.
Sentía piel de gallina subir y bajar por su piel mientras él le acariciaba su palma con su pulgar, una y otra vez en círculos que básicamente la tenían ardiendo de lujuria.
Sinceramente, aún no se acostumbraba a estar agarrada a sus manos. Desde el momento que abandonaron el club, desde la calle secundaria detrás del casino a la capilla, él no la soltó.
Tomar una mano no debería ser un gran problema y en realidad no lo era.
Lo que pasaba era que Paula amaba tomar las manos.
Realmente, realmente lo amaba. Tanto o más como le gustaba tener sexo, de hecho.
Había algo sobre estar conectado con una persona de esa manera. Juntarse así y no dejarse ir, ni siquiera en público. Y era un tacto tan hermoso, especialmente cuando las manos de Pedro eran tan grandes, calientes y ligeramente ásperas contra su piel.
La forma en la que le tomaba las manos y en la que la hacía sentir, buena, preciosa, cuidada. Incluso si sabía que no significada nada. Era su manera de guiarla en la calle, de reclamarla en frente a la capilla.
Y, Dios la ayudara, no podía parar de pensar cómo se sentirían esas manos en su piel desnuda. Sus pechos se contrajeron contra su sostén de seda, y la ve entre sus piernas se calentó aún más.
El empleado de la capilla interrumpió sus lujuriosos pensamientos con:
—¡Una boda! Maravilloso. Si vienen aquí para tomar el paquete, podremos comenzar.
Pedro la mantuvo inmóvil en sus brazos y otro delicioso escalofrío la recorrió.
Siempre había sido una firme creyente de las mujeres cuidando de sí mismas, diablos, eso es lo que había hecho durante la última década, pero no podía negar que había algo muy seductor acerca de ser sostenida por fuertes manos.
Casi indefensa contra la reciente curva sensual de sus pensamientos, Paula tuvo que preguntarse hasta qué punto la fuerza de Pedro jugaría en el dormitorio.
La habitación que le había prometido a la que iba a llevarla esta noche, casados o no.
La respuesta de Pedro llegó en esa voz peligrosamente sexy, baja y confiada.
—Tomaremos el mejor paquete que tengan.
El nervioso, sonriente hombre asintió.
—Por supuesto, señor. ¿Y cómo está pasándola esta noche, Madame?
Paula sonrió con tanta intensidad con que pudo a pesar del nudo de nervios apretando los músculos de su estómago.
—Bien, gracias.
—¿Solo bien? ¿En su noche de bodas? —El hombre hizo un guiño a Pedro—. Bueno, vamos a tener que hacer todo lo posible para cambiar eso, ¿no es así?
La mano de Pedro apretó la de ella y ella se apresuró a decir: —En realidad, estoy genial. Increíble. Fenomenal. —Sabía que estaba balbuceando, pero no estaba segura de cómo parar ahora que estaba en una buena racha—. ¿Quién no estaría encantada de casarse con Pedro?
El nervioso hombre estudió a Pedro durante un largo momento antes de asentir.
—Sí. Parece que será un marido maravilloso.
Paula volteó automáticamente su mirada hacia Pedro. Él parecía no poder decidir si gritar… o reír. Y sin embargo, incluso mientras una vena en su cuello latía bajo su cuidadosa examinación, Paula se encontró a sí misma en silencio coincidiendo con el hombre ayudándolos a casarse.
Pedro realmente parecía que iba a ser un marido maravilloso.
Por qué pensó eso, ella no lo sabía, sobre todo porque no tenía dato alguno que lo respaldara, aparte de su destreza en besar, eso era todo, pero no podía negar su fuerza, su firme autocontrol, incluso en una capilla de Las Vegas durante una boda al-calor-del-momento.
—Necesitamos un anillo.
Tanto Paula y el hombre detrás del mostrador saltaron ante el tono de mando de Pedro. Necesitaban un anillo. Un anillo de bodas.
Respiraciones profundas, eso es lo que ella necesitaba. Una tras otra hasta que la cantidad adecuada de oxígeno volviera a su cerebro.
—Por supuesto, señor. —El hombre metió su mano bajo el mostrador y sacó una caja de terciopelo—. Aquí está nuestra selección.
Pedro casi gruñó de disgusto cuando miró dentro.
—No.
—¿Señor?
Pedro no respondió. Simplemente sacó un celular de su bolsillo.
—James. Necesito un anillo de diamantes. No de menos de cinco. —Regresó su atención a ella por un breve momento—. ¿Qué talla de anillo eres?
Ella miró su mano sin anillo.
—No lo sé.
—Disculpe, señor —dijo el encargado de la capilla—, pero puedo garantizar que ella es talla seis. —Él le sonrió a ella—. He estado haciendo esto durante mucho tiempo.
Pedro habló por su teléfono otra vez.
—Seis —dijo, tras una breve pausa—. No, eso es inaceptable. Hace cinco minutos. —Levantó la vista hacia el letrero en la pared—. Capilla de Casamiento de Cupido, detrás de Wynn. —Puso el teléfono en el bolsillo—. El anillo estará aquí en cinco minutos. ¿Qué papeleo es lo que tenemos que llenar?
—Gran idea —ella chilló—. ¡Debemos tener hecho el papeleo de inmediato!
Sintió los ojos de Pedro sobre ella, se sintió sonrojar cuando él dijo:
—Necesitamos un minuto a solas.
El hombre detrás del mostrador asintió rápidamente.
—Por supuesto, señor. Solo iré a checar un par de cosas atrás
Pedro tenía una manera de enfocar toda su atención en ella que sacudió su cerebro, y puso a sus bragas increíblemente húmedas.
No podía creer la forma en que se excitó bajo su mirada.
Ningún otro hombre la había hecho sentir de esta manera, como si no pudiera controlar sus hormonas alrededor de él.
No era solo que fuera muy guapo. Y fornido como un
culturista. No, era algo más que tenía su pulso acelerado.
Era la forma en que sus ojos decían Mía cuando la miraba.
Justo como lo estaban haciendo en estos momentos.
Tomó aire para tratar de despejar su cabeza, pero su aliento era tan débil que casi no consiguió nada de aire.
—Paula. —Él puso el dedo debajo de su barbilla y la alzó hacia arriba
—¿No es emocionante? —preguntó ella, tratando de darle una sonrisa de confianza.
—Sí —él estuvo de acuerdo, y entonces—. Dime lo que está mal.
Se obligó a sí misma a decir:
—Nada nada. —Lo mismo que había estado diciendo a todo el mundo durante toda su vida, fuera o no cierto.
El dedo de él se movió desde la barbilla hasta su mejilla.
—Puedo manejar la verdad, dulce Paula.
Y así era, de repente, le creyó. Incapaz de apartarse de su oscura, ardiente mirada, ella dijo:
—No es que no quiera hacer esto. Quiero decir, me preguntaste si quería casarme y dije que sí, así que estamos aquí y estoy segura de que va a ser realmente genial, pero entonces cuando empezaste a preguntar sobre el papeleo,
yo…
Bueno, solo había parecido tan frío. Tan formal. Tan alejado del calor que los había conducido aquí.
—Yo como que empecé a asustarme. —Ella contuvo el aliento—. Pero ya estoy bien. —Y fue la cosa más extraña, pero el solo decirle lo que realmente sentía fue un largo camino hacia la disolución del nudo en su estómago.
—¿Cuál es tu apellido, Paula?
Encontrando que era difícil enfocarse más allá del hecho de que sus dedos estaban ahora viajando a lo largo de la parte exterior del lóbulo de su oreja, dijo:
—Chaves. —Los dedos de él corrieron por un lado de su cuello, lo que hizo que tantos deseos perversos y salvajes saltaran a la vida interior que tuvo que cerrar los ojos por un minuto para tratar de mantener el equilibrio.
—¿Quieres saber el mío?
Paula abrió los ojos en sorpresa.
—Por supuesto que sí —le dijo—. Es solo que cuando estás haciendo eso, no puedo concentrarme.
Sus carnosos, masculinos labios se curvaron en una sensual sonrisa, él corrió sus dedos a través de la clavícula de ella y hacia abajo a la parte inferior de su brazo.
—Bien.
Más humedad inundó sus bragas y no pudo contener un suave gemido de placer.
—Tan dulce, Paula. Tan malditamente dulce.
El deseo de que la recorriera ante sus palabras acaloradas la puso a tambalearse. Necesitando desesperadamente aferrarse a sí misma en algo, cualquier cosa, enterró el rostro en su pecho. Pero en vez de aferrarse, cuando ella aspiró el aroma embriagador de él, un aroma limpio y masculino que la atrajo aún más profundo y le daba ganas de frotarse toda sobre él como una gata en celo, apenas podía concentrarse en otra cosa que no fuera lo mucho que deseaba a Pedro. No, esto no era simplemente deseo, esto era algo completamente distinto, un ansia desesperada que la devoraba.
Y entonces sintió las manos de él sobre sus hombros, empujándola hacia atrás lo suficientemente lejos para que pudiera sostenerle la mirada de nuevo.
—Pronto serás Paula Alfonso.
El aliento de él se le quedó atascado en la garganta. Fue un infierno la manera en que él le dijo su apellido.
Antes de que ella pudiera hacer que sus pulmones o su cerebro funcionaran de nuevo, ¿estaba realmente a punto de dejar el Paula Chaves, la mujer que había sido durante casi treinta años, detrás?, la puerta de la capilla se abrió y un atractivo hombre de cabello gris entró.
Sintió que se ruborizaba mientras rápidamente la observó, de pies a cabeza.
Él mantuvo su rostro inexpresivo, salvo por la leve sorpresa persistente en sus ojos.
—Preséntame, por favor —dijo el hombre a Pedro.
Los ojos de Pedro no la habían dejado, ni siquiera cuando su amigo había entrado, ni siquiera ahora que él estaba haciendo las presentaciones.
—James, esta es Paula Chaves. Mi prometida.
El ritmo cardíaco de Paula saltó ante la palabra prometida y trabajó en direccionar su rostro en una sonrisa normal de saludo.
—Es un placer conocerte, James.
La ceja del hombre se levantó ligeramente.
—Es muy agradable conocerla, Srta. Chaves.
Lo siguiente que supo, él estaba abriendo un estuche de terciopelo, muy parecido al que el encargado de la capilla tenía bajo el mostrador. Ella jadeó ante los anillos en el interior de éste.
—No —dijo ella, sacudiendo su cabeza y lanzándole a Pedro una mirada de pánico—. No puedes… no debería…
—¿Estos son los más grandes que pudiste encontrar? —le pregunto Pedro a su amigo en un tono claramente irritado.
Ignorándolo, James le dijo a Paula:
—Por supuesto que te verás hermosa con cualquiera de ellos. Pero ahora que te conocí, creo que éste sería perfecto.
Extendió el único anillo que había llamado su atención, un diamante de corte princesa rodeado por un círculo de diamantes más pequeños. Sin embargo, ella no extendió su mano para tocarlo.
Con el ceño fruncido, Pedro dijo:
—Maldición, estos diamantes no son lo suficientemente grandes. —Sacó el más grande, tan grande que no estaba segura de que sería capaz de levantar su mano usándolo, y dijo—: ¿Qué tal si usamos este esta noche y mañana por la
mañana lo cambiamos por algo mejor?
De pie en una capilla de Las Vegas, mirando un diamante que era por lo menos de cinco quilates en las manos de un hombre al que había conocido aproximadamente sesenta minutos antes, Paula dejó de pensarlo.
Y comenzó a reírse a carcajadas.
Ambos hombres la miraron como si estuviera completamente mal de la cabeza. Suponía que tenían razón. Después de todo, ella estaba aquí, ¿no?
—Pedro —dijo finalmente cuando fue capaz de hablar—, todos estos diamantes son demasiado grandes.
—¿Demasiado grandes?
Pedro la miró completamente confundido y podría haber jurado que su amigo hizo un sonido que era algo entre una tos y una risa casi atragantada.
—Demasiado grande. —Su mirada fue de nuevo hacia el que James había señalado—. Pero ese es suficiente. Creo que podría acostumbrarme a usarlo.
—Llevamos el anillo.
James dirigió una mirada perpleja hacia Pedro.
—Por supuesto.
Lo puso sobre el mostrador, y luego cerró la caja de terciopelo. Atrapó a Paula, sorprendiéndola con su sonrisa, tan amable y genuina.
—Mis mejores deseos para ti, Paula. —Se fue antes de desearle suerte a Pedro.
—¡Maravilloso, el anillo ha llegado! —El empleado regresó, sosteniendo un portapapeles y un bolígrafo. »Solo necesito ver una foto de identificación y tienen que llenar sus direcciones, números de seguro social, firmar y pueden ir directamente a la ceremonia.
—Le diremos cuando estemos listos —espetó Pedro.
El hombre levantó sus cejas.
—Oh, lo siento mucho. Acabo de recordar una cosa más que necesito atender. Discúlpenme.
Pedro prácticamente la arrastró a una pequeña sala de estar en la esquina de la habitación.
—Lo has asustado —dijo.
—No estoy preocupado por él. Sino por ti.
Su estómago se agitó. ¿Se preocupaba por ella?
Cielos.
—Estás abrumada.
Sin duda, era un hombre de pocas palabras. Aun así, se las arregló para decir todo lo que necesitaba decir.
—¿Quién no lo estaría?
Antes de darse cuenta, la estiró sobre su regazo.
—No quiero lastimarte, Paula.
Era tan grande, caliente y duro bajo sus muslos, contra su pecho, sus manos.
Y cuando se encontraba cerca de él de esta manera, de repente todo se volvía mucho más claro.
No la había obligado a venir aquí. Simplemente le pidió que se casara con él y ella había aceptado. Debido a que, por primera vez en su vida, deseaba ver qué se sentía vivir de verdad.
—Pedro, no me estás lastimando. Y no es necesario que pidas disculpas.
—Bien —dijo con esa voz suya áspera y baja, que la calentaba más allá de la razón—, porque preferiría besarte. —Y entonces su boca estaba sobre la suya y su interior se iluminó como el Cuatro de Julio.
—Dulce —murmuró contra sus labios, entre besos—. Más dulce que el azúcar.
Le dolía el cuerpo por acercarse al suyo, moverse así no estaba sentada de costado sobre sus piernas, sino en lugar de eso, a horcajadas sobre él.
Cuando finalmente la dejó para tomar aire, ella tuvo que decir:
—Sabes bien, también.
—No tan bien como tú, Paula —dijo, sus ojos aún sobre sus labios, los cuales palpitaban desde su apasionado beso.
—Bésame de nuevo, Pedro.
No tuvo tiempo de tomar otro aliento antes de que estuviera ahí, robándolo de sus pulmones, moviéndola de manera que sus pechos se encontraban presionados fuertemente contra su pecho, sus brazos envueltos apretadamente alrededor de él.
No tenía ningún sentido, no solo estar aquí en una capilla de bodas con un hombre al que apenas conocía, sino el hecho de que cada célula de su cuerpo quería formar parte de él, y nunca, nunca soltarlo.
Cada día, cada minuto de su vida había tenido sentido hasta ahora.
Y nada de ese sentido alguna vez se había sentido tan bien como esta locura.
—Vamos a casarnos, Pedro.
Él se quedó inmóvil ante su petición susurrada, antes de decir:
—Cualquier cosa por ti, dulce Paula.
A partir de ahí, todo ocurrió en un borrón. Pedro la levantó de su regazo, ambos caminaron hacia el mostrador para juntos llenar el papeleo, dándose cuenta de que ambos vivían en San Francisco mientras escribían sus direcciones,
escuchando al oficiante decir:
—Usted, Pedro Alfonso, acepta a Paula Chaves para que sea su legítima esposa —escuchar a Pedro decir con su voz grave y áspera—: sí, quiero —dándose cuenta de que le estaban preguntado—: Paula Chaves, ¿aceptarás a Pedro Alfonso para que sea tu legítimo esposo? —Y las palabras—: Lo acepto —Vinieron antes de que pudiera reconsiderarlo, deslizando la banda de platino en el dedo anular de Pedro, viendo a Pedro deslizar el anillo de diamantes en su mano izquierda mientras decía las palabras—: Los declaro marido y mujer.
… y luego besó al desconocido con quién acababa de casarse
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