—Quise decírtelo anoche —dijo Pedro mientras ella se cepillaba su cabello frente al espejo a la mañana siguiente—. Juliana planeó una entrevista. —Hizo una pausa, su mirada fija en la de ella en el espejo—. Para que hablemos sobre nuestro casamiento.
Paula había sabido que algo así tenía que venirse, que los admiradores de Pedro exigirían respuestas sobre su rápido casamiento con una don nadie. Pero ese conocimiento no la hacía sentirse menos nerviosa al respecto.
Estaba feliz mezclándose, desvaneciéndose en el fondo. Al menos, siempre había pensado eso.
Fue sólo en estos últimos días, en las horas que había pasado con Pedro, que había empezado a cuestionarse la verdad de todo lo que creía sobre sí misma.
Sin embargo, encontrar un núcleo de profunda sensualidad dentro de ella era algo muy diferente que querer algo de parte de protagonismo.
—La escritora es una amiga de Juliana. No tienes que responder ninguna pregunta con la que no estés cómoda.
Paula sabía que estaba tratando de tranquilizarla. Y a pesar de que estaba agradecida de que la entrevista no iba a ser televisada, necesitaba saber algo primero.
—¿Qué diario?
Lo observó con creciente alarma cuando se movió hacia ella, sabiendo que estaba en su naturaleza tratar de protegerla instintivamente de las cosas que creía le harían daño.
—USA Today.
El cepillo cayó ruidosamente de sus dedos al lavabo y trató de sonreír para tranquilizarla.
—Probablemente sólo van a hacer las mismas preguntas que ya le hemos respondido a todos los demás. Dónde nos conocimos. Por qué mantuvimos nuestra relación en secreto. —Su cálido cuerpo estaba contra el suyo, su barbilla demasiado arriba para reposar en la parte superior de su cabeza—. Responderé sus preguntas, cariño.
¿Cómo se había ido en espirales en tantas direcciones su única pequeña mentira, no, su gran mentira, a su abuela?
—¿Cuándo es la entrevista?
—Esta noche. Seis en punto. En Max’s.
Tratando de actuar normalmente, se movió para recoger el cepillo, pero Pedro le ganó de antemano.
—Déjame.
Largas cepilladas la calmaron, la hicieron incapaz de apartar la mirada del fuego en sus ojos.
Lo amaba. Pero él no la amaba.
Una cosa era tratar y esconder la verdad a la familia y amigos, fue más fácil en algunas maneras por el hecho de que ellos verían lo que querían ver. Querían creer que era la chica más afortunada del mundo por haber capturado el corazón de Pedro. Querían creer en el amor a primera vista.
Querían creer que una chica invisible como ella podría ser el todo de una superestrella.
Pero a los extraños no les importaba su felicidad. Algunos estarían celosos, los que soñaban con hombres como Pedro.
Muchos no lo creerían. Todos habían visto el tipo de mujeres que generalmente elegía.
Ninguna de esas mujeres era baja con los dientes de abajo ligeramente torcidos. Ninguna de esas mujeres caminaba con dos kilos adicionales en sus caderas. Ninguna de esas mujeres era maestra de primer grado a quienes por lo general les gustaba hablar con niños más que charlar con los padres.
Y ninguna de esas mujeres llevaba una aureola.
* * *
En el camino a su escuela, ninguna de ellos habló sobre lo que había sucedido la noche anterior, o lo que le había dicho a él, y Paula, por su parte, estaba agradecida por algo de tiempo para tratar de comprender la multitud de maneras en que había cambiado su vida en tan poco tiempo.
Pero no solo su vida había cambiado. Ella había cambiado… cambiando un poquito más cada vez que Pedro la tocaba.
Se sentía a la vez incómoda y más en sintonía con su verdadero yo que nunca. La incomodidad provenía de su mayor sensibilidad a todo. El sol era más brillante. El cielo más azul. Notaba cada chirrido que hacían las aves. Y su piel se encendía al más mínimo toque de Pedro. Incluso cuando no la estaba tocando, sólo el calor en sus ojos causaba que un rubor subiera por su pecho, hasta sus mejillas
Antes de Pedro, había tenido miedo de sentir demasiado, había hecho todo lo posible para bloquear la sensación. Desde aquel primer beso, su esposo había arrancado esas capas, aún estaba arrancándolas una a la vez, dejándola mirándose al espejo con sorpresa cada vez que pasaba.
La mujer que la miraba era similar a la que había visto por treinta años, sólo con un borde de comprensión sensual y emoción pura que no había tenido previamente.
Caminó por los pasillos con ella, su mano izquierda nunca dejando ir la de ella mientras estrechaba manos con lo que se sentía como cada persona en San Francisco. La campana le dio permiso para llevárselo a la relativa seguridad de su salón de clases, donde cerró la puerta en los rostros de los padres de sus alumnos.
Sin lucir ni un poco molesto u ofendido por la atención, Pedro se puso de rodillas en el suelo de linóleo, rodeado de sobreexcitados niños de primer grado.
Su risa era contagiosa. Era totalmente natural con los niños como con los adultos.
No tenían que ser admiradores de sus habilidades futbolísticas para enamorarse de él.
Paula se llevó su mano a su corazón a la vista de su dulzura, su risa ante las payasadas de los niños, a su puro disfrute de estar con un grupo de seis años de edad. Iba a ser un padre maravilloso.
Y mientras su mano se movía de su corazón a su estómago,
Paula no podía ocultar el hecho de que sus sueños y esperanza de una familia propia, y un esposo que la amara con todo su corazón, ya habían echado raíces.
No quería solamente el amor de Pedro.
Quería una familia con él también. Quería un para siempre.
Su valentía lo aturdió. La dulce chica que le hizo proposiciones en Las Vegas todavía estaba allí, así de inocente, su halo todavía se cernía sobre su hermoso cabello. Pero Paula no era la única de pie delante de él, con su mano extendida.
Una mujer increíblemente fuerte también estaba allí.
Ofreciéndole algo que no merecía: el amor que él no creía era capaz de regresar.
Pedro no sabía qué diablos haría al respecto. Todo lo que sabía en ese momento era que no podía dejarla ir. No de esta manera. No malditamente todavía.
Era el miedo a perderla lo que hizo sacar sus pies del endurecido cemento, fue una visión de ella dejando caer su mano, caminando lejos para siempre lo que hizo extender su mano y tomarla.
Su primera noche juntos, él sostuvo su mano, amó la sensación de protegerla. Pero ya no sabía a quién estaba protegiendo de quién.
Bajó su mirada a sus manos entrelazadas, la dio vuelta y acarició con el pulgar la base de la palma de su mano, a lo largo del borde de la muñeca.
—Yo…
Pedro había mentido tantas veces. Las mentiras lo mantuvieron en los equipos que debió haber sido despedido.
Las mentiras lo mantuvieron en camas a las que no debería tener permitido estar cerca. Una mentira más, no debería ser tan difícil. Una mentira más mantendría a Paula aquí con él.
Levantó su mirada, la miró observándolo con el azul volviendo al verde, luego de vuelta otra vez. La tormenta aún rugía en sus ojos como el océano, todo revolviéndose junto: su amor, su dolor, su esperanza, el deseo que le enseñó a
ansiar.
Sólo había un segundo deseo que quería concederle tanto.
Hacer ese deseo realidad para su abuela había traído a Paula.
Pero no podía conceder este deseo de amar tan fácilmente.
Pedro no creció en un hogar donde podía observar cómo se suponía que un hombre ame a una mujer. Pero Paula lo tenía.
—No lo hagas, Pedro. —Agarró su mano con más firmeza en la suya—. No digas algo que no quieres decir sólo para probar hacerme feliz. Eso no es lo que quiero de ti. Esto no es por qué dije lo que dije.
Pero incluso mientras hablaba, se acercó más y podía oler la tormenta en ella, dulce, picante y más oscuro que nunca. Y no podía dejar de notar que no dijo “Te amo” de nuevo, al igual que no pudo evitar el destello de decepción por no
escucharlo caer de sus dulces labios una vez más.
Conociéndose por el hijo de puta que era, dijo lo único que podía:
—Realmente, realmente, realmente, realmente me gustas.
Decepción estalló azul-verde, antes de que la risa llenara sus grandes ojos.
Ojos que lo perseguirían para siempre.
—Guau. Cuatro realmente. Eso es un montón de gustas.
Las palabras bailaban en su risa, pero todo lo que podía oír era el dolor por debajo de ellos.
—Paula, yo…
Pero esta vez, no lo dejó terminar, su dedo se movió encima de sus labios.
—Llévame a la cama, Pedro.
Y cuando la levantó en sus brazos, en lugar del alivio que debía estar sintiendo que no solo lo dejó libre de culpas sino que todavía, milagrosamente, quería estar en su cama, Pedro no pudo escapar de la pesada sensación de malestar en su estómago diciéndole que estaba a punto de cometer el mayor error de su vida
* *
Paula sintió la frustración de Pedro como si fuera la suya propia. Nunca aprendió a bloquear las emociones de otras personas, especialmente cuando se preocupaba mucho por la persona que estaba sufriendo. Debería haber sido la
única en el dolor, la única que le dio amor y sólo consiguió agrado a cambio. Y sí, una parte le dolía por eso.
Pero a pesar de sus temores, creció con una base de amor.
Aunque sabía que Pedro siempre fue amado por su abuela, sospechaba que no había sido suficiente. Él necesitaba a una familia de más de dos.
Si pudiera, le daría todo el amor que nunca tuvo. Incluso sabiendo que no podría nunca devolvérselo.
La acostó en la cama, tan suavemente que sabía que estaba tratando de compensar la manera en la que había sido en la mesa de comedor. Se alejó, pero ella fue más rápida, tirando de él para que no pudiese evitar caer sobre ella, el duro golpe de sus fuertes músculos dejándola sin aire en los pulmones.
—Sigo hiriéndote —dijo mientras levantaba su peso de ella.
¿No sabía que amaba tener todo de él, amaba saber que lo volvía tan salvaje que perdía el control y los llevaba a ambos al borde de la razón?
—No, Pedro. Nunca me harías daño. Nunca.
Aprovechó su sorpresa empujándolo con todas sus fuerzas para que cayera tendido en su cama. Pasó sus piernas sobre él, metiendo su ingle contra la dura longitud de sus vaqueros.
Él gimió y ella entrelazó sus dedos con los suyos, manteniéndolos lejos de su cuerpo.
—Estoy segura de que algún día necesitaré que seas gentil, que me beses suavemente, me acaricies, me susurres al oído y me tomes lentamente.
Pura lujuria quemaba en sus ojos ante sus suaves palabras, su cadera moliendo en la suya tan automáticamente cuando la de ella descendió sobre él.
—Pero he sido gentil toda mi vida. —Dejó que sus labios se muevan en una malvada sonrisa que no sabía era una parte de ella. Hasta Pedro—. Ahora mismo, me gusta… —Se inclinó, las puntas de su cabello rozaban contra su pecho, su
cuello mientras puso la boca en su oreja—… brusco. —Mordisqueó su oreja—. Y rudo. —Lamió la pequeña mordida—. Así que, ¿seguirás pidiéndome disculpas… o me darás lo que quiero?
Y tal y como había esperado que él haría, de inmediato respondió a su demanda con una propia cuando su fortaleza venció la de ella, volteándola sobre el colchón. Pero luego, lo vio retroceder, observando como ganó a duras penas el
control que volvió a bajar sobre ellos.
—No sabes lo que estás diciendo. —Sus fosas nasales se dilataron, su mandíbula saltó—. No sabes lo que estás pidiendo.
La emoción, la anticipación, el deseo, junto con la turbulenta oscuridad que rodeaba a Pedro, estremeció su columna vertebral, hacía sus pezones aún más duros, envió correr sangre entre sus muslos.
—Todo. —Ella podía ser tan terca como el hermoso hombre del que había caído tan profundamente enamorada en tan poco tiempo—. Quiero todo lo que me puedas dar. —Envolvió sus piernas alrededor de sus caderas, empujándose en él—. Así, Pedro, tómame así. Muéstrame lo mucho que me quieres. Necesito saber lo mucho que me quieres.
Aún con la ropa puesta, empujaba en su contra con todas las fuerzas que nunca tuvo, sus manos dejando caer las de ella para sujetar sus caderas. Ella jadeó cuando él le agarró bruscamente su trasero aún sensible, pero en vez de tirarla
hacia atrás, la sujetó con más fuerza, moviendo su sensible, casi dolorosamente excitada carne contra su erección. La cubierta cremallera contra su clítoris la volvía loca de deseo, pero fueron sus palabras:
—Tienes cinco segundos para venirte o sentirás mi mano en tu dulce culo de nuevo. —Eso la hizo apretar su coño. Y, oh Dios, cómo resistió esos cinco segundos, mientras él susurraba—: Cinco. Cuatro. Tres. Dos… —Deteniéndose
mucho más tiempo de lo necesario antes de decir—: Uno —ella no lo sabía.
Y entonces no estaba pensando más, no podía conseguir cualquier parte de su cerebro que no estuviera conectada a trabajar en el sexo, porque la había volteado hacia atrás, con una mano en su cabello para mantener su cara hacia abajo contra el colchón, la otra empujando su vestido hacia arriba, sus bragas hacia abajo. Luego, estaba levantando sus caderas de modo que estuviese de rodillas y casi podía sentirlo, el dulce incendio de la palma de su mano a través
de su piel.
No ocurrió nada. El aire estaba quieto. Contuvo el aliento, luego tuvo que dejarlo salir cuando ella no tenía suficiente oxígeno. ¡Zas!
Nada podría haberla preparado para la mano que descendía sobre su coño.
Gritó, el sonido más de placer que dolor, parcialmente devorado por el grueso edredón. No había tiempo para acostumbrarse a las nuevas sensaciones destruyéndola, no había tiempo para tratar de anticipar su próximo movimiento,
no había tiempo para entender el hecho de que se extendía por sus gruesos dedos, que se impulsaban fuerte y duro dentro de ella.
Ella lo había pedido rudo y él le estaba dando las cosas que nunca había sabido que quería, que nunca podría haber imaginado que necesitaba. Con cada segundo que pasaba, la llevaba más alto, mostrándole algo nuevo y maravilloso.
Como ahora, con sus dientes contra la cruda y tierna piel de su trasero, su dedo pulgar haciendo una fuerte y maravillosa presión contra su clítoris
Los inicios de un clímax bajaban por su espalda, una pesada palpitación de placer tras otra, construyéndose más lento que cualquier otro orgasmo que él le había dado, pero con la promesa de ser mucho más grande, mucho mejor. Paula
se vanaglorió con el más profundo y oscuro placer que jamás había sabido que era posible.
Y entonces, mientras sentía las caderas de Pedro detrás de ella, su polla empujándola a abrirse mucho más de lo que sus dedos lo habían hecho, mientras su pecho cubría su espalda, mientras giraba la cabeza a un lado y su boca
encontraba la suya, Paula finalmente entendió lo que el amor podía hacer.
El amor podía tomar el placer y convertirlo en una emocionante dicha, en un bendito éxtasis. El amor podía lanzarla en medio de un calor delicioso. Y a pesar de todo, a través de cada ruda, brusca y abrumadora embestida, incluso cuando perdía no sólo su control, sino todo pensamiento de quién era, Pedro estaba allí con ella. Fuerte. Reconfortante.
Y más amoroso de lo que él parecía saber.
El cuerpo de Paula anhelaba el toque de Pedro, cualquier tipo de toque. Duro o suave. Fuera de control o dulcemente tentador. Sin duda, había algo tan maravillosamente depravado acerca de lo que le estaba haciendo.
Y sin embargo, aunque ella respondía a él, aunque su cuerpo le rogaba por más, por golpes más rápidos en su trasero, aunque se sintió volver más húmeda, más abierta para él, no podía ocultar el hecho de que nada de esto estaba bien.
No cuando el dolor estaba por todas partes de la habitación.
No cuando el dolor estaba apoderándose de ella, de arriba a abajo.
Ella realmente no sentía el dolor de su mano en su culo. Él no le estaba haciendo daño en absoluto con sus pequeñas bofetadas. Él simplemente no era capaz de hacerle daño.
Físicamente, por lo menos.
No, el dolor que sentía era de Pedro. Se filtraba de sus células, sus venas, de su corazón al de ella.
A punto de tomarla, se quedó repentinamente completamente inmóvil, sus dedos clavándose en sus caderas tan fuerte que ella supo que tendría diez moretones circulares del tamaño de dedos en su piel por la mañana.
Se apartó tan bruscamente que se habría caído de no ser por la mesa que estaba sosteniéndola. Parpadeó para contener las lágrimas mientras lentamente se empujaba a sí misma hasta estar parada, utilizando el tiempo para volver a
subirse la ropa interior y alisar la falda para recuperar el aliento. Finalmente, cuando se sintió lo suficientemente fuerte, se volvió y se enfrentó a su marido.
Había enderezado su ropa también y ahora estaba de pie al otro lado de la habitación, lejos de ella, sus manos en puños, con los ojos tan oscuros y tan sombríos que tuvo que ahogar un sollozo.
—Dime lo que ves ahora. Dime si todos son ciegos ahora, Paula.
Ella sabía lo que estaba haciendo, que estaba tratando de imponer a un monstruo en la habitación. Pero no había ninguno.
—Veo a un hombre que sabe exactamente cómo tocarme.
Su mandíbula se tensó, sus bíceps flexionándose mientras claramente trataba de controlarse a sí mismo.
—Joder, Paula, no, estaba haciéndote daño.
—Los dos sabemos que no lo hacías —respondió ella con voz suave mientras daba un pequeño paso hacia él—. Los dos sabemos que estaba amando, anhelando tu toque. Como lo hago siempre. Como siempre lo haré. Como lo estoy anhelando ahora mismo.
Sabía que tenía que tener cuidado, que el hombre grande y fuerte que no había huido de nada en su vida, estaba a un paso de echarse a correr. Pero estaba tan harta de ser cuidadosa. Había sido cuidadosa toda su vida.
Había tomado su primer riesgo el viernes por la noche cuando había dejado a Pedro besarla, y uno tras otro desde que estaba en sus brazos. Cada minuto con él los riesgos crecían.
Pero también lo hacía su coraje.
—¿Quieres saber qué más estoy viendo, Pedro?
En lugar de responderle, le dijo:
—No hagas esto, nena. No trates de convencerte de que soy alguien que no soy.
—No te atrevas a hablar conmigo como si no conociera a mis propios ojos. A mi propia mente. A mi propio corazón.
Y a pesar de la forma en la que estaba tratando de apartarla, ella sabía en lo profundo de su corazón que no se equivocaba sobre él.
—Yo sé lo que veo. Veo a un hombre que ama a su abuela, que juega para su equipo con todo su corazón, que trata a completos extraños con respeto. — Ella dio otro pequeño paso hacia él—. Sé lo que siento. Siento tu ternura innata.
Siento la pura comodidad de estar en tus brazos. Y sé que, sin duda, eres lo mejor que me ha pasado.
Sus ojos brillaron mientras ella le repetía sus anteriores, soñolientas palabras. Sus barreras habían sido bajadas después de hacer el amor, tan diferente de la gruesa pared a la que se enfrentaba esta noche.
—Veo lo que me dejas ver, Pedro. Pero quiero ver mucho más. Quiero que confíes en mí como yo he confiado en ti.
—Tú sabes de primera mano lo bien que puedo mentir, Paula. No deberías confiar en mí. Ni por un segundo, cariño.
¿Se oyó a sí mismo llamarla cariño, incluso cuando estaba tratando de apartarla por todos los medios? Ella le había dado su cuerpo. Ahora sólo quedaba una cosa por darle.
Y aunque ella sabía que era eso precisamente contra lo que él estaba luchando, no podía mantenerlo dentro.
No lo haría. No cuando él le había enseñado cómo tomar un riesgo, cómo agarrar su mano y volar más alto de lo que nunca había pensado que podía.
—No soy un oponente que puedas derribar para sacarme de tu camino —le dijo—. Si quieres tratar de apartarme, entonces es mejor que estés listo para que empuje de vuelta. —Ella avanzó el resto del camino a través de la habitación, dejando sólo un par de pasos entre ellos—. Pensé que era yo la que tenía que aprender de ti. Pensé que yo era la asustada, que tú no tenías miedo de nada. Pensé que sabías más que yo. Pensé que me ibas a enseñar maravillas y que yo iba a aprender todo lo que pudiera. Pero sólo sobre el placer.
Ella se detuvo, le sostuvo sus ojos oscuros y peligrosos con los suyos. Ya no estaba asustada.
A pesar de que su corazón estaba completamente en juego.
En cambio, la fuerza de sus sentimientos por el hombre del que ni en un millón de años se le habría ocurrido enamorarse, le dio la fuerza que siempre había estado buscando.
—Tú eres la única persona que alguna vez me miró y pensó que podría haber una fuerza en mi interior. Tú eres el único que alguna vez me tomó la mano y me ayudó a volar. —Extendió la mano hacia él—. Déjame hacer eso para ti, Pedro.
Su rostro estaba completamente vacío de expresión y le costó mucho evitar que su mano temblara, para no alejarse del mayor riesgo que jamás había tomado.
Le tomó más fuerza de lo que incluso sabía que poseía para mantenerse firme, para reconocer que no podía obligarlo a sentir algo que no sentía.
Y aun así decir:
—Te amo.