Su valentía lo aturdió. La dulce chica que le hizo proposiciones en Las Vegas todavía estaba allí, así de inocente, su halo todavía se cernía sobre su hermoso cabello. Pero Paula no era la única de pie delante de él, con su mano extendida.
Una mujer increíblemente fuerte también estaba allí.
Ofreciéndole algo que no merecía: el amor que él no creía era capaz de regresar.
Pedro no sabía qué diablos haría al respecto. Todo lo que sabía en ese momento era que no podía dejarla ir. No de esta manera. No malditamente todavía.
Era el miedo a perderla lo que hizo sacar sus pies del endurecido cemento, fue una visión de ella dejando caer su mano, caminando lejos para siempre lo que hizo extender su mano y tomarla.
Su primera noche juntos, él sostuvo su mano, amó la sensación de protegerla. Pero ya no sabía a quién estaba protegiendo de quién.
Bajó su mirada a sus manos entrelazadas, la dio vuelta y acarició con el pulgar la base de la palma de su mano, a lo largo del borde de la muñeca.
—Yo…
Pedro había mentido tantas veces. Las mentiras lo mantuvieron en los equipos que debió haber sido despedido.
Las mentiras lo mantuvieron en camas a las que no debería tener permitido estar cerca. Una mentira más, no debería ser tan difícil. Una mentira más mantendría a Paula aquí con él.
Levantó su mirada, la miró observándolo con el azul volviendo al verde, luego de vuelta otra vez. La tormenta aún rugía en sus ojos como el océano, todo revolviéndose junto: su amor, su dolor, su esperanza, el deseo que le enseñó a
ansiar.
Sólo había un segundo deseo que quería concederle tanto.
Hacer ese deseo realidad para su abuela había traído a Paula.
Pero no podía conceder este deseo de amar tan fácilmente.
Pedro no creció en un hogar donde podía observar cómo se suponía que un hombre ame a una mujer. Pero Paula lo tenía.
—No lo hagas, Pedro. —Agarró su mano con más firmeza en la suya—. No digas algo que no quieres decir sólo para probar hacerme feliz. Eso no es lo que quiero de ti. Esto no es por qué dije lo que dije.
Pero incluso mientras hablaba, se acercó más y podía oler la tormenta en ella, dulce, picante y más oscuro que nunca. Y no podía dejar de notar que no dijo “Te amo” de nuevo, al igual que no pudo evitar el destello de decepción por no
escucharlo caer de sus dulces labios una vez más.
Conociéndose por el hijo de puta que era, dijo lo único que podía:
—Realmente, realmente, realmente, realmente me gustas.
Decepción estalló azul-verde, antes de que la risa llenara sus grandes ojos.
Ojos que lo perseguirían para siempre.
—Guau. Cuatro realmente. Eso es un montón de gustas.
Las palabras bailaban en su risa, pero todo lo que podía oír era el dolor por debajo de ellos.
—Paula, yo…
Pero esta vez, no lo dejó terminar, su dedo se movió encima de sus labios.
—Llévame a la cama, Pedro.
Y cuando la levantó en sus brazos, en lugar del alivio que debía estar sintiendo que no solo lo dejó libre de culpas sino que todavía, milagrosamente, quería estar en su cama, Pedro no pudo escapar de la pesada sensación de malestar en su estómago diciéndole que estaba a punto de cometer el mayor error de su vida
* *
única en el dolor, la única que le dio amor y sólo consiguió agrado a cambio. Y sí, una parte le dolía por eso.
Pero a pesar de sus temores, creció con una base de amor.
Aunque sabía que Pedro siempre fue amado por su abuela, sospechaba que no había sido suficiente. Él necesitaba a una familia de más de dos.
Si pudiera, le daría todo el amor que nunca tuvo. Incluso sabiendo que no podría nunca devolvérselo.
La acostó en la cama, tan suavemente que sabía que estaba tratando de compensar la manera en la que había sido en la mesa de comedor. Se alejó, pero ella fue más rápida, tirando de él para que no pudiese evitar caer sobre ella, el duro golpe de sus fuertes músculos dejándola sin aire en los pulmones.
—Sigo hiriéndote —dijo mientras levantaba su peso de ella.
¿No sabía que amaba tener todo de él, amaba saber que lo volvía tan salvaje que perdía el control y los llevaba a ambos al borde de la razón?
—No, Pedro. Nunca me harías daño. Nunca.
Aprovechó su sorpresa empujándolo con todas sus fuerzas para que cayera tendido en su cama. Pasó sus piernas sobre él, metiendo su ingle contra la dura longitud de sus vaqueros.
Él gimió y ella entrelazó sus dedos con los suyos, manteniéndolos lejos de su cuerpo.
—Estoy segura de que algún día necesitaré que seas gentil, que me beses suavemente, me acaricies, me susurres al oído y me tomes lentamente.
Pura lujuria quemaba en sus ojos ante sus suaves palabras, su cadera moliendo en la suya tan automáticamente cuando la de ella descendió sobre él.
—Pero he sido gentil toda mi vida. —Dejó que sus labios se muevan en una malvada sonrisa que no sabía era una parte de ella. Hasta Pedro—. Ahora mismo, me gusta… —Se inclinó, las puntas de su cabello rozaban contra su pecho, su
cuello mientras puso la boca en su oreja—… brusco. —Mordisqueó su oreja—. Y rudo. —Lamió la pequeña mordida—. Así que, ¿seguirás pidiéndome disculpas… o me darás lo que quiero?
Y tal y como había esperado que él haría, de inmediato respondió a su demanda con una propia cuando su fortaleza venció la de ella, volteándola sobre el colchón. Pero luego, lo vio retroceder, observando como ganó a duras penas el
control que volvió a bajar sobre ellos.
—No sabes lo que estás diciendo. —Sus fosas nasales se dilataron, su mandíbula saltó—. No sabes lo que estás pidiendo.
La emoción, la anticipación, el deseo, junto con la turbulenta oscuridad que rodeaba a Pedro, estremeció su columna vertebral, hacía sus pezones aún más duros, envió correr sangre entre sus muslos.
—Todo. —Ella podía ser tan terca como el hermoso hombre del que había caído tan profundamente enamorada en tan poco tiempo—. Quiero todo lo que me puedas dar. —Envolvió sus piernas alrededor de sus caderas, empujándose en él—. Así, Pedro, tómame así. Muéstrame lo mucho que me quieres. Necesito saber lo mucho que me quieres.
Aún con la ropa puesta, empujaba en su contra con todas las fuerzas que nunca tuvo, sus manos dejando caer las de ella para sujetar sus caderas. Ella jadeó cuando él le agarró bruscamente su trasero aún sensible, pero en vez de tirarla
hacia atrás, la sujetó con más fuerza, moviendo su sensible, casi dolorosamente excitada carne contra su erección. La cubierta cremallera contra su clítoris la volvía loca de deseo, pero fueron sus palabras:
—Tienes cinco segundos para venirte o sentirás mi mano en tu dulce culo de nuevo. —Eso la hizo apretar su coño. Y, oh Dios, cómo resistió esos cinco segundos, mientras él susurraba—: Cinco. Cuatro. Tres. Dos… —Deteniéndose
mucho más tiempo de lo necesario antes de decir—: Uno —ella no lo sabía.
Y entonces no estaba pensando más, no podía conseguir cualquier parte de su cerebro que no estuviera conectada a trabajar en el sexo, porque la había volteado hacia atrás, con una mano en su cabello para mantener su cara hacia abajo contra el colchón, la otra empujando su vestido hacia arriba, sus bragas hacia abajo. Luego, estaba levantando sus caderas de modo que estuviese de rodillas y casi podía sentirlo, el dulce incendio de la palma de su mano a través
de su piel.
No ocurrió nada. El aire estaba quieto. Contuvo el aliento, luego tuvo que dejarlo salir cuando ella no tenía suficiente oxígeno. ¡Zas!
Nada podría haberla preparado para la mano que descendía sobre su coño.
Gritó, el sonido más de placer que dolor, parcialmente devorado por el grueso edredón. No había tiempo para acostumbrarse a las nuevas sensaciones destruyéndola, no había tiempo para tratar de anticipar su próximo movimiento,
no había tiempo para entender el hecho de que se extendía por sus gruesos dedos, que se impulsaban fuerte y duro dentro de ella.
Ella lo había pedido rudo y él le estaba dando las cosas que nunca había sabido que quería, que nunca podría haber imaginado que necesitaba. Con cada segundo que pasaba, la llevaba más alto, mostrándole algo nuevo y maravilloso.
Como ahora, con sus dientes contra la cruda y tierna piel de su trasero, su dedo pulgar haciendo una fuerte y maravillosa presión contra su clítoris
Los inicios de un clímax bajaban por su espalda, una pesada palpitación de placer tras otra, construyéndose más lento que cualquier otro orgasmo que él le había dado, pero con la promesa de ser mucho más grande, mucho mejor. Paula
se vanaglorió con el más profundo y oscuro placer que jamás había sabido que era posible.
Y entonces, mientras sentía las caderas de Pedro detrás de ella, su polla empujándola a abrirse mucho más de lo que sus dedos lo habían hecho, mientras su pecho cubría su espalda, mientras giraba la cabeza a un lado y su boca
encontraba la suya, Paula finalmente entendió lo que el amor podía hacer.
El amor podía tomar el placer y convertirlo en una emocionante dicha, en un bendito éxtasis. El amor podía lanzarla en medio de un calor delicioso. Y a pesar de todo, a través de cada ruda, brusca y abrumadora embestida, incluso cuando perdía no sólo su control, sino todo pensamiento de quién era, Pedro estaba allí con ella. Fuerte. Reconfortante.
Y más amoroso de lo que él parecía saber.
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