BELLA ANDRE

jueves, 1 de diciembre de 2016

CAPITULO 47 (TERCERA HISTORIA)




Dobló en su calle justo cuando James estaba bajando los escalones hacia la limusina.


Estacionando en doble fila, sin importarle una mierda si era remolcado o incluso si incluso lo demolía otro auto, Pedro saltó fuera. Apenas oyó a James decir:
—Lo juro por Dios, debes ser el mayor maldito idiota que he conocido. — Apenas vio a los fotógrafos tomando imágenes fuera mientras pasaba corriendo al lado de su asistente y subía las escaleras.


Orando que aún no hubiera cerrado con llave la puerta principal, sabiendo que era tan confiada que a veces se olvidaba, la empujó. Y se abrió.


Paula levantó la mirada desde el lugar donde estaba arrodillada recogiendo la correspondencia, el perro durmiendo en su bolsa de viaje en la mesa del vestíbulo. En ese momento, tomándola completamente fuera de guardia, Pedro creyó ver algo en sus ojos que había estado escondiendo de él todo el día. Amor.


—Paula, necesitamos hablar.


Se puso de pie, dejando la correspondencia en el suelo, su sedoso cabello oscuro que caía por sus hombros, sus largas pestañas casi protegiendo sus ojos oceánicos de él. Era tan hermosa que simplemente mirarla hizo que su pecho doliera con cada aliento que tomaba.


—No quiero hablar.


Se movió hacia él y esperó que lo abofeteara, que le gritara por haber arruinado su vida, que le dijera que se fuera a la mierda de su casa y de su vida.


En su lugar, sus manos fueron hasta el borde de su camisa, tirando de ella hacia arriba.


Más confundido que nunca, Pedro no podía pensar lo suficientemente rápido como para detenerla de arrastrarla hasta sus axilas. Y con las uñas rastrillando sobre su pecho, era instintivo levantar sus brazos por encima de su cabeza para que pudiera sacarla.


—Paula. Cariño. —Quería atraerla a él, quería obligarla a escucharlo rogar por su perdón hasta que finalmente se rindiera y lo perdonara por ser el idiota más grande del mundo—. No vine aquí para esto.


—Lo sé.


Desató el lazo en la parte delantera de su vestido y un segundo después se lo pasó por su cabeza y lo tiró al suelo.


—Paula. —Puso sus manos en sus hombros, lo suficientemente estúpido como para arriesgarse a tocarla cuando estaba de pie allí casi desnuda y tan hermosa que no podía creer lo que veía, sin importar cuántas veces la miró—. No quieres hacerme el amor. Ahora.


Odió la forma en que se estremeció ante la palabra amor, lo odió aún más cuando ella dijo:
—Me enseñaste demasiado bien, Pedro, me enseñaste a no pelear lo que realmente necesito. —Tan cierto—. Y te necesito. Aquí. Ahora. Así.


Sus manos fueron a su cinturón, desenganchándolo, y él trató de detenerlas con las suyas, pero ella estaba concentrada, con el cien por ciento de intención de bajar su cremallera.


—Paula, nena —dijo, arrastrando las palabras de su propia garganta—, escúchame. Necesitamos detenernos antes de que hagas algo que realmente no quieres hacer.


El dolor en sus ojos le rompió el corazón mientras decía:
—Creía que eso era cierto. Toda mi vida me he dicho que no quería esto. — Arrastró sus jeans hacia abajo y su erección no se pudo contener sobresaliendo hacia ella a través de la fina tela de sus bóxers azul marino—. Me estaba
mintiendo. Me enseñaste todo sobre las mentiras.


Se dejó caer de rodillas e intentó de nuevo, trató de detenerla de hacer algo por lo que lo odiaría para siempre.


—Cariño, no tienes que hacer esto.


Levantó la mirada hacia él, firme.


—Sí. —Su lengua se deslizó en una húmeda caricia sobre la cabeza de su polla abultada y no pudo detener la irrupción de su excitación en sus labios—. A pesar de que has roto mi corazón, necesito esto.


Sus palabras lo rompieron. No estaba diciendo que lo necesitaba. Sólo que era adicta a explorar la profunda sensualidad que él había ayudado a encontrar.


Pasó sus manos sobre su estómago, sus músculos apretados bajo su suave toque.


—Esa primera noche en Las Vegas abriste la puerta a una parte de mí que estaba negando.


Chupó la cabeza de su polla, girando su lengua a su alrededor. Cuando se alejó había lujuria en sus ojos, y tanto dolor sombrío que todo lo que Pedro quería hacer era tomarla y atraerla contra su pecho y no dejarla ir hasta que se hubiera ido.


—Ahora no puedo evitar el rogar que me toquen. No puedo parar de querer esa descarga de liberación. —La respiración que tomó la hizo sacudirse—. Locura —susurró ella—. Necesito que sea una locura. —Su voz, su expresión estaban devastadas de doloroso entendimiento—. Nunca seré capaz de cerrar esa puerta de nuevo. Ni siquiera cuando tú ya no estés. Ni siquiera sin ti.


Dios, ella estaba francamente diciéndole a él que iba a reemplazarlo. Que ya sea él u otro el hombre en su cama, ella no se iba a forzar a si misma a una prisión sexual.


El pensar en otro hombre llevándose a Paula, llevándose lo que era suyo, se retorció en el interior de Pedro. Sus manos se transformaron en puños sobre el suave cabello de ella.


—Mataré a cualquiera que te toque.


Ella respondió a su amenaza ahuecando sus bolas y tomándolo más profundamente en su garganta. Justo como él le había enseñado… Esa primera noche cuando él le había pedido que confiara en él. Algo dentro de su pecho se
volvió añicos incluso si su polla estaba creciendo más duramente dentro de la dulce y succionante boca de ella.


Él había traicionado su confianza una y otra vez, desde ese primer beso, cuando la había convencido de ir a la capilla para decir “acepto”, esa mañana en la que le había pedido que le mintiera a su abuela, cuando se había sentado junto
a ella en la casa de sus padres para mentirle a su propia familia.


Él tenía que detener esto. Tenía que detenerse a sí mismo de tomar algo que no se merecía de ella. Él nunca la había merecido, ni siquiera durante uno de los segundos en los que ella le había dejado ser parte de su vida.


Las uñas de ella rasparon la piel que había detrás de sus bolas y él las sintió pegadas al cuerpo. Ella lo chupó profundamente mientras dejaba su lengua junto a la base. 


Usando cada pizca de autocontrol que él poseía, se arrastró a sí mismo de sus labios dulces.


—No, cariño. No así.


Pero ella tenía los ojos salvajes y esa ferocidad la hacía más fuerte, más fuerte incluso de lo que era un hombre que tacleaba gigantes para vivir. Ella se apoderó de sus manos y tiró de él mientras ambos caían al piso.


Pedro no podía dejarla, era imposible que siquiera caminara lejos de ella. Él la necesitaba demasiado, necesitaba borrar esa tormenta en sus ojos de océano…


E incluso más, necesitaba encontrar una forma de suavizar las líneas de tristeza que rodeaban su boca triste.


Él trató de enredar sus dedos con los de ella, pero en vez de permitirle aferrarse a ella, ella llevó sus manos a la cara de él y se inclinó para besarlo, mordiendo, chupando, robándole el aliento. Un hombre más fuerte la hubiese detenido.


Un hombre bueno habría sabido que besos como esos sólo podrían empeorar las cosas.


Mierda. Él no tenía ninguna práctica siendo ese hombre. No sabía nada sobre cuidar de alguien aparte de sí mismo, y su abuela.


Pero incluso viendo la falla frente a él, incluso sabiendo que no sería capaz de eliminar la culpa cuando hubieran terminado, él no pudo detenerse de separarle los muslos con su rodilla.


Y cuando vio la barrera delgada de sus bragas. Gracias a Dios.


Él no podía simplemente tomarla. No podía hacer la única cosa que sabría lo haría arrepentirse para siempre. Pero justo cuando estaba a punto de pensar claramente otra vez, Paula alejó sus manos de la cara de él y movió a un lado la
entrepierna de sus bragas, revelándole su dulce, sedoso coño.


Incluso entonces él podría haber sido capaz de detenerse a sí mismo, podría haber habido una oración para levantarlo del piso y no dejarlo sumergirse en ella, si ella no hubiese dicho:
—Tómame, Pedro. No puedo soportarlo más. Te necesito en mi interior. Todo el día te he necesitado. Incluso mientras te odiaba, todavía te necesitaba. Todavía rogaba por tu toque. Tus besos. Tu polla.


Él amaba escucharla rogar, amaba saber que él podía volverla así de loca de necesidad que no tuviera ninguna manera de luchar contra su excitación. Pero, Dios, él nunca había querido escucharla sonando así, como si fuera una mujer que no tuviese otra opción que rogarle a un hombre que la había herido que la follara.


Como si estuviera intentando follar hasta alejar su dolor, haciendo cualquier cosa que pudiera para cambiarlo por un momento de placer.


—Por favor. —Su voz se rompió con esas simples palabras. 


Y el corazón de Pedro se rompió también.


—Te amo, corazón —juró él—. Te amó tanto, malditamente, que me está matando.


Sus ojos brillaron con una esperanza momentánea antes de que el dolor volviera demoliendo todo, tanto dolor que él nunca se había odiado tanto a sí mismo, incluso mientras se empujaba en el consuelo más cálido y húmedo que alguna vez hubiera conocido.


—Paula. —Tuvo que sumergirse todo el camino dentro de ella, observando su cuello doblarse mientras un quejido de puro placer dejaba su garganta—. Mi dulce Paula.


Ella tenía sus manos donde él le había enseñado a ponerlas, arriba sobre su cabeza, sus uñas rasguñando el piso de madera. Pero él le había enseñado eso cuando había creído estúpidamente que follar con ella era sólo un juego.


Qué idiota había sido. Porque Paula nunca había sido un juego, no desde el primer momento en que la había visto a través de una habitación llena de gente.


Ella siempre había sido la perfección. Y amor puro.


Pero había estado asustado de sentir tanto, tan rápidamente. 


Había pensado que necesitaba libertad, sólo para darse cuenta demasiado tarde de que esa libertad era la mayor mentira de todas. La libertad no era nada distinto a extrañarla justo ahora, incluso mientras ella estaba entre sus brazos. La libertad no era nada distinto a desear que hubiese tenido alguna puta idea de lo que tenía cuando ella seguía siendo suya.


Él se inclinó de nuevo para alcanzar sus manos, sin poder soportar no aferrarse a ella, pero cuando puso sus palmas sobre las de ella, ella se encogió.


Pedro bajó su cabeza.


Y se abatió profundamente por la mujer que había perdido.


Porque incluso aunque estuviera justo ahí, con él, la verdad era que ella ya se había ido.


Y sin embargo, él no podía dejarla ir, tenía que aferrarse a ella mientras sus cuerpos se lanzaban hacia una terminación que ellos simplemente no podían evitar. Una gotita de líquido cayó de su rostro hacia el de ella y la hizo abrir los ojos.


Pedro no recordaba haber llorado cuando era pequeño tras haber perdido a sus padres. No había llorado cuando su abuela le había dicho que se estaba muriendo. Él pensaba que era demasiado fuerte para incluso ser capaz de romperse. Cuán equivocado había estado.


—Te amo, Paula. Por siempre.


Al mismo tiempo que le juraba eso a ella con palabras, lo hacía con su cuerpo, avanzando hacia ese punto que estaba garantizado que los mandaría a ambos por encima del límite.


Pero incluso mientras sus ojos de océano cambiaron de verde a azul oscuro, incluso mientras ella lloraba contra él, incluso mientras él se aseguraba de estar conectado a ella en la forma más elemental… Pedro nunca se había sentido más separado de ella.


Ella le estaba dando su cuerpo tan abiertamente como siempre, pero incluso aunque lo dejara tocarla, besarla, incluso aunque llorara de placer debajo de él, ella estaba reteniendo la cosa más importante de todas.


No el amor que él sabía que ella todavía sentía por él. Sin importar lo bien que ella pensara que había “aprendido” a ser sensual, era el amor lo que la hacía responder a él. Pero ella ya no confiaba en él.


Y perder la confianza de la dulce, inocente mujer a la que le había pedido matrimonio en el club de Las Vegas era por mucho el golpe más fuerte que Pedro hubiera recibido alguna vez. Lo suficientemente fuerte como para que Pedro no estuviera seguro de si querría volver a jugar alguna vez.


Las palabras de su abuela volvieron a él como si ella siguiera en la habitación con ellos. ¿No ves que todo tu futuro está en Paula? No tires todo por la borda.
Has luchado antes. Lucha de nuevo. Lucha como el infierno para arreglar lo que has hecho mal.


—Por favor, Paula —dijo él, sus cuerpos todavía conectados—. Por favor dame otra oportunidad. Sé que te mereces a un hombre que no haya mentido, engañado y robado. Sé que te mereces a un hombre que no rompa huesos para ganarse la vida. Pero Paula, que ¿no puedes ver que yo soy el hombre que está enamorado de ti? Soy el hombre que hará cada cosa que pueda para hacerte feliz por el resto de tu vida. Lo siento tan malditamente tanto por cada error que he cometido. Pero por encima de todo, este error. Porque lastimarte es la peor cosa que he hecho alguna vez. La más estúpida. Por favor, dame la oportunidad para probarte que puedo amarte bien esta vez. Por favor, dame la oportunidad de probarte que no voy a arruinarlo.


—¿Por qué debería?


Ella estaba enojada ahora y él podía sentir la tensión construyéndose dentro de ella, a través del músculo, hueso y piel cubiertos en sudor de ambos cuerpos.


—Te di la oportunidad de amarme. Te di la oportunidad de ser un verdadero esposo para mí. Confié en ti, Pedro. Y aun así me heriste. Inclusive hiciste la única cosa que sabías que iba a separarnos. Te aseguraste de que sucediera. Me lo
enseñaste más que con placer. Me enseñaste cómo cerrar mi corazón. Cómo protegerme del dolor. Me enseñaste lo peligroso que es confiar.


Sus senos rozaron el pecho de él cuando ella finalmente soltó la ira que había estado conteniendo en el interior, con sus manos en puños sobre él como si quisiera apartarlo a los golpes de ella.


—Ya has tenido todas las oportunidades del mundo para amarme correctamente. Así que, ¿por qué demonios crees que posiblemente te daría otra? —Pelea. Tenía que seguir peleando. Por amor. Por Paula.


—Porque eres lo suficientemente valiente para confiar en mí. Porque eres lo suficientemente valiente como para saber la verdad cuando finalmente la escuchas.


Ella parpadeó y él pudo ver gotas en sus pestañas.


—Lo que piensas que viste en mí, no era valentía. Era estupidez.


—No, bebé, no más mentiras.


Aún duro dentro de ella a pesar de su clímax, la acercó más con las manos en sus caderas, y la oyó jadear. Pero ella no se apartó.


No era mucho. No era el perdón o redención, pero era algo. 


Y él tomaría cualquier pequeña esperanza que pudiera conseguir.


—Gente ha estado manejando toda mi vida. Tengo miedo de una manera artística. Pero tú… nunca has huido. —Los ojos de ella se abrieron con sorpresa—. Nunca has dejado que te asuste. —Él todavía la mantuvo cerca, sus cuerpos aún
conectados de la manera más íntima posible.


»No dejes que te asuste, dulce niña. No cuando decirle a Lisandro cosas fue un acto estúpido, sólo yo tratando de fingir que era demasiado duro para enamorarme. No cuando eres la persona más valiente que he conocido.


Apenas podía respirar, la sangre corriendo en sus oídos haciendo difícil para él escucharse a sí mismo decir:
—Sé valiente por mí, cariño.






No hay comentarios:

Publicar un comentario