BELLA ANDRE
miércoles, 30 de noviembre de 2016
CAPITULO 46 (TERCERA HISTORIA)
Pedro tenía que jugar un partido el domingo, pero no era el único que odiaba la idea de dejar de nuevo a su abuela tan pronto, sobre todo cuando había tan buenas noticias para celebrar.
Paula apenas conocía a su abuela, pero se encontraba tan feliz por la noticia de su recuperación como habría estado cualquiera de los amigos cercanos de Eugenia.
Por primera vez, Pedro estaba malditamente alegre por la pequeña habitación del hospital. Porque eso significaba que Paula se hallaba cerca de él. Eso significaba que podía empaparse de su belleza. Eso significaba que podía escuchar la dulce conversación con su abuela. Eso significaba que podía impregnarse de su risa por un poco más de tiempo.
Aun así, todo el tiempo que los tres estuvieron juntos allí, Paula ni una sola vez habló con él.
O mirado directamente a los ojos. Estaba totalmente enfocada en Eugenia.
Sólo salió de la habitación del hospital una vez para hacer una rápida excursión.
El taxi esperaba fuera del hotel con el paquete, un regalo para Paula, uno que esperaba que amara.
Después de reservar el último vuelo para salir de la ciudad, se subieron en un taxi. Podía notar que no le diría nada más en el viaje a casa, de lo que había en camino a Las Vegas.
—Yo, eh, recogí algo para ti.
Su expresión se hizo aún más fría.
—Ya te lo dije, no quiero tus sobornos.
—Te escuché, Paula. Juro que escuché cada palabra que dijiste. —Levantó el bolso de transporte que esperaba en el piso del taxi, a sus pies—. No es joyería.
Miró con sorpresa el paquete moviéndose en su regazo. Ella negó.
—Sea lo que sea, no puedo tomarlo. No de ti.
Pero él abrió el cierre del bolso, lo suficiente para que una húmeda nariz y lengua lamiese en su mano. Y luego, justo como sabía que ella lo haría, estaba sacando al perro fuera de su hogar temporal y abrazando a la bola de pelo. No
soltó al perro por el resto del trayecto en taxi, sostuvo de cerca el bolso de transporte a lo largo del aeropuerto, y constantemente comprobaba al perrucho debajo del asiento frente a ella durante el viaje a casa.
Amó la pelota de siete kilos de pelaje con todo su ser desde el momento en que la lamió. Ese podría haber sido yo.
Pero él era un idiota que no la merecía. Incluso ahora, en vez de finalmente dejarla ir para reconstruir la vida que había desgarrado, todo lo que quería Pedro era mantenerla como rehén en la limusina y llevarla de vuelta a su casa. En todo
lo que podía pensar era encontrar alguna manera de convencerla de que realmente lo lamentaba.
Y que realmente la amaba.
Pero recordó aquel primer paseo en limusina desde el aeropuerto de San Francisco, la manera en que no le había preguntado si iría con él a su casa. Lo había exigido, como si opinión no hubiera importado. Ahora sabía que su opinión
importaba más que cualquier cosa.
—¿A dónde quieres que te lleve James?
Lo miró con sorpresa, pero la expresión desapareció tan rápido como había llegado.
—Casa. Mi casa.
Dando la vuelta para mantener la puerta abierta para Paula, James miró a Pedro como si fuera mierda de perro en la suela de su zapato. Su asistente esperó hasta que ella estuvo a salvo dentro y la puerta estuvo cerrada para decir:
—Eres un idiota. Un maldito y completo idiota.
James no esperó una respuesta, solo se fue a la parte delantera del auto y se deslizó detrás del volante. Con la esposa de Pedro en el interior del auto con él
Una actitud posesiva lo agarró con fuerza y estaba envolviendo sus dedos alrededor de la manija de la puerta para sacar a su esposa de la limusina, para trabajar como el infierno para convencerla de venir con él a su auto, para tratar y conseguir su perdón y que le diera una nueva oportunidad, cuando James apretó el acelerador y la limusina se alejó tan rápido de la acera que casi arrancó la mano de Pedro.
—¡Mierda!
Pedro se fue a través de los carriles de las llegadas en completa velocidad, esquivando cada auto como si estuviera en el campo en lugar de un aeropuerto lleno de gente, hasta que encontró su auto. Saltando dentro, aceleró hacia la
salida con la puerta de su auto aún abierta, apenas cerrándola a tiempo para evitar romperla con un pilar de cemento. Lanzó un billete de cien dólares al cobrador y
casi se estrelló contra la puerta en su prisa por llegar a Paula.
No sabía lo que podría decir, lo que podría hacer, para conseguir que le diera otra oportunidad. Todo lo que sabía era que no podía renunciar a ella. No sin luchar.
No hasta que supiera con seguridad que ya no lo amaba.
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Uuuuuuuuuuuuuuu, se armó fea. Ojalá lo perdone rápido. Pero Pedro metió la pata.
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