BELLA ANDRE
miércoles, 30 de noviembre de 2016
CAPITULO 43 (TERCERA HISTORIA)
Paula nunca se había sentido tan bien. O tan feliz. Tan increíblemente feliz que algunas veces estaba segura de que debía estar soñando, que iba a despertar uno de esos días y darse cuenta de que Pedro no era real, que se lo había inventado para ser su hombre perfecto. Fuerte, dominante, sexy, y sin embargo tan cariñoso, tan cálido, tan maravilloso.
Ninguno de ellos tenía que levantarse temprano un sábado por la mañana y por primera vez desde que llegaron a casa a San Francisco, habían tenido la oportunidad de tener relaciones sexuales sin prisas en la mañana. No, pensó ella
con una sonrisa mientras se metía más profundamente en las sábanas, que no había habido nada particularmente despreocupado al respecto.
Estaban demasiado calientes entre sí para prolongarlo sin entrar en combustión en los brazos del otro.
Y la cosa era que Paula había tenido suficiente sexo despreocupado antes de Pedro. Le encantaba el sofoco de la atracción, le encantaba cuán indefensa era para su deseo.
Porque eso es lo que Pedro era para ella. Una droga deliciosamente sensual que saturaba su sistema.
Ansiaba su toque. Su calidez. Sus palabras susurradas sobre su piel. Desde el primer momento en que la había besado, había estado perdida, sin ningún deseo de ser encontrada.
Una y otra vez, había olvidado protegerse contra el embarazo cuando hacían el amor. Pero en lugar de estar preocupada, en lugar de preguntarse cómo podría haberse dejado llevar, se encontró notando la sensibilidad en sus pechos y preguntándose si tal vez, sólo tal vez, en nueve meses estaría viendo los ojos de Pedro en una niña o un niño.
Todo lo que alguna vez había deseado estaba haciéndose realidad, cosas en las que casi había dejado de soñar
Todo debido al hermoso hombre entrando en el dormitorio, sosteniendo dos tazas de café.
Su celular saltó del tocador enfrente de la cama. El timbre estaba apagado, pero Pedro escudriñó la pantalla.
—Es tu madre
—La llamaré más tarde.
Tomó la taza de él, primero dando un sorbo con sus labios. Apenas había probado el café antes de que él lo tomara de ella y pusiera ambas tazas en la mesa de noche.
—No te importa el café frío, ¿o sí?
Tembló en una deliciosa anticipación ante la mirada retorcida en sus ojos.
—¿No es por eso que se inventaron los microondas?
Se puso en sus rodillas para alcanzarlo y sus brazos la rodearon inmediatamente, la llamada de su madre y el café completamente olvidados. Pero luego, su teléfono saltó de nuevo, y esta vez ella podía escuchar el timbre, también, desde el cajón en el armario donde lo puso en la noche.
Las manos de Pedro se detuvieron en su piel. Se recostó lo bastante lejos como para que ella pudiera verlo a los ojos.
—Dulce Paula, sabes lo mucho que significas para mí, ¿verdad? Sabes lo feliz que estuve de encontrarte en ese club en Las Vegas, ¿cierto?
La única vez que lo había visto así de serio fue cuando habían estado hablando con los médicos de su abuela.
—También soy feliz, Pedro.
Pero el ceño fruncido entre sus cejas no se alivió, sino que sólo se enterró más profundamente.
—Debería haberte dicho lo que siento cien veces a estas alturas, nena. Debería haber estado enviándote tarjetas y flores para hacerte saber lo que significas para mí.
Su corazón casi detuvo sus latidos. Tuvo que obligarse a no contener el aliento, a seguir respirando. Había esperado, rezado, por este momento.
Ambos teléfonos sonaron de nuevo y él parecía momentáneamente distraído. Ahora ella también estaba frunciendo el ceño.
—Dime ahora, Pedro. Lo que sea que es, estoy aquí. Escuchando.
Su mirada se clavó en la de ella y juró que su corazón realmente se estremeció detrás de sus costillas.
—Te amo, Paula. Demasiado.
Los sueños en verdad podían hacerse realidad. Incluso los que parecían imposibles.
—También te amo.
—Prométeme que lo recordarás, cariño. Sin importar lo que pase. Promete que no olvidarás que te amo.
Abrió su boca para prometerle, para decirle que no había manera en que pudiera alguna vez olvidar que la amaba, pero justo entonces el timbre de la puerta sonó al unísono con ambos teléfonos.
—¿Qué está pasando? ¿Por qué todo el mundo está tratando de agarrarnos esta mañana?
No le respondió, solo ahuecó su rostro entre sus grandes manos y la besó con el mismo amor que le había profesado.
Se apartó de la cama y se puso los jeans, luciendo como que iba a enfrentarse al verdugo.
—¿Qué está pasando, Pedro?
Cerró sus ojos, de pie en medio de su dormitorio como un hombre que estaba a punto de perderlo todo.
—Lo jodí, nena. En grande.
Ella estaba ahora afuera de la cama. Su corazón, que había estado tan completo solo unos momentos antes, estaba súbitamente con un cuchillo en mano.
—¿Cómo?
—Le dije algunas cosas a Lisandro en el vestidor. Cosas estúpidas. Porque me estaba volviendo loco por todo. —Pasó una mano por el rostro con barba incipiente—. La periodista llegó al estadio para hacer algunas preguntas de
seguimiento. Creo que escuchó por casualidad nuestra conversación. Pienso que eso es de lo que se trata todo esto.
Todo se congeló para Paula en ese momento. El mismo aire iba tan tranquilo antes de que pudiera ver las motas de polvo deteniendo su danza en frente de la luz de la mañana en la ventana.
—¿Qué le dijiste a Lisandro?
—Lo siento, nena.
Se estaba moviendo hacia ella, pero cuando ella levantó una mano, se detuvo inmediatamente.
—¿Qué dijiste?
—Lisandro me estaba presionando, así que le dije la verdad acerca de cómo nos conocimos. Acerca de por qué nos casamos. —Pasó una mano grande por su cabello, erizándolo—. Pero la verdad no tiene nada que ver con la forma en que nos conocimos o por qué nos casamos. Lo único que es verdad es lo mucho que te amo.
El cuchillo hizo su primer corte en su corazón.
—Entonces, déjame ver si te entiendo correctamente. Le dijiste a Lisandro nuestro secreto porque te hizo una pequeña pregunta, pero yo he tenido que mentirle a todos los que amo una y otra vez.
No podía creer que su voz fuera tan firme. Pero tal vez era porque estaba tan fría.
Congelada de adentro hacia afuera. Las lágrimas posiblemente no podían salir de un bloque de hielo. Tenía que haber calor para que el agua goteara.
Y allí ya no había calor.
—Me retractaría si pudiera —maldijo el hombre al que había amado tanto— Rebobinaría de nuevo a la noche del miércoles para decir cosas diferentes. Regresaría a ese momento para decirle que estaba enamorado de ti. Demonios, regresaría a esa noche en el club y sin ninguna duda sé que me enamoraría de ti.
—¿Miércoles por la noche? ¿Hablaste con Lisandro el miércoles por la noche acerca de nosotros?
Un carrete rápido se reprodujo en su cabeza por todas las formas en que la había tocado en los casi tres días desde entonces, todas las veces que ella le había dicho que lo amaba. Había pensado que estaba segura con Pedro. Había pensado que había encontrado el consuelo en sus brazos.
Mentiras. Todas habían sido mentiras.
—No sabemos a ciencia cierta que ella escuchara lo que le dije, que lo imprimiera en el periódico. Tal vez todo el mundo está llamando para felicitarnos.
—Ya no me mientas, Pedro. Al menos respétame lo suficiente como para admitir que sabes que no es por eso que están llamando.
Y la verdad era que no tenía que leer el artículo para saber que todos sus sueños se habían derrumbado. ¿No había sabido todo el tiempo que esto pasaría si era lo suficientemente estúpida —lo suficientemente débil— para permitirse enamorarse de Pedro?
Levantó su barbilla, de pie desnuda frente a él, su estúpido cuerpo todavía deseándolo a pesar de la forma en que había rebanado el centro de su corazón.
—Necesitamos hablar a tu abuela.
Vio el momento en que él se dio cuenta de todas las ramificaciones de lo que hizo, la manera en que su rostro cayó aún más.
—No se merece esto.
—Estoy de acuerdo. Es por eso que tengo que ir a pedirle disculpas. En persona. —Se detuvo, esperó a que su corazón comenzara a latir de nuevo, entonces se dio cuenta de que tendría un infierno de mucho más que esto—. Y
quiero el divorcio.
No podía mirarlo, no podía soportar la idea de ver su reacción mientras tomaba su teléfono e ignoraba la media docena de mensajes parpadeantes.
Marcó la agencia de viajes con la que había reservado todos los viajes de bodas y lunas de miel de sus hermanos.
Necesito comprar el siguiente boleto desde San Francisco a Las Vegas, por favor.
Pedro tomó el teléfono de ella antes de que pudiera agarrarlo con más fuerza.
—Que sean dos boletos. Primera clase al Aeropuerto de San Francisco. Sí, mediodía funciona.
Paula pasó junto a él mientras recitaba de memoria el número de su tarjeta de crédito. Cerró la puerta del baño, y mientras se ponía de pie debajo del rocío de la ducha, trató de no hacer frente a la verdadera razón por la que su rostro
estaba mojado.
Le había pedido el divorcio a Pedro una vez y no había pasado.
Parecía que la segunda vez era la vencida.
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