Pedro estaba aburrido. Los clubs de strippers habían sido una gran diversión cuando tenía veintiún años, pero con el paso del tiempo se sentía cada vez más como un viejo tarado viendo a las jóvenes bailarinas moviéndose en sus ropas diminutas. Había tenido su cuota de fans ardientes, con veinte años y ropas minúsculas. Los rostros de las mujeres empezaban a desvanecerse después de un tiempo.
Intentó que pareciera que se estaba divirtiendo, después de todo ese era el objetivo de la noche. Había llamado a sus amigos y les había dicho que los esperaba en el Hustler Club. Era necesario que estuviese en una fiesta y cercado por mujeres desnudas y que aquellas personas se emborracharan lo suficiente para coger sus móviles y sacarle fotos.
Alguien intentaría hacer algún dinero con esto y entonces tendría a Paula exactamente donde quería.
Hasta ese momento supuso que debería continuar rellenando de dólares los bikinis de las bailarinas, tal vez incluso consiguiese uno o dos bailes en su regazo y haría algunos sacrificios personales solo para continuar la farsa.
Sonrió, esperando ya ansiosamente verla por la mañana bien temprano en el despacho de Bobby.
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Un acento del sur arrastrado era la última cosa que esperaba.
—¿Sra. Chaves?
Rápidamente se sentó en la cama, sacándose el cabello del rostro. No tenía por qué llamarla tan temprano un sábado por la mañana, el nuevo dueño de los Outlaws, si fuera algo bueno. Tragó la bola en su boca.
—Soy yo.
—Creo que la he contratado para reformar al mejor jugador de mi equipo.
¿Qué es lo que había hecho Pedro? Fuese lo que fuese tenía que aplaudirlo. Había conseguido un arma para salir disparado.
Directamente a su pecho.
—Sí señor — dijo ella — el señor Alfonso y yo nos encontramos brevemente ayer para examinar cuidadosamente el plan preliminar.
—¿Su plan incluía visitas al final de la noche en clubs de strippers, querida?
—¿Clubs de strip?
¡Oh Dios! la confusión y el dolor batieron directamente en su pecho. Había ido de su cuerpo casi desnudo directamente al cuerpo desnudo de una extraña.
Sabía que no significaba nada para él pero dolía esta bofetada en la cara.
Antes de conseguir que su cerebro diese una respuesta, dijo:
—Estamos en mi despacho esperándola. ¿No es cierto señor Alfonso?
De lejos oyó a Pedro gritar.
—Ey, Paula. Te has perdido una verdadera diversión ayer por la noche.
Su nerviosismo era casi tan grande como el ego de él.
—Estoy en camino — colgó, pero el teléfono ya estaba descolgado en sus manos.
Estableció un nuevo record de velocidad para tomar un baño, vestirse y maquillarse, imaginó todos los diferentes modos en que podía asesinar a Pedro. Pero nada que pensara era lo bastante cruel o tenía una sesión de tortura lo suficientemente prolongada.
Quería sangre y, por Dios, iba buscándola.
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